Después de 12 semanas de entrenamiento, de los nervios, de los entrenamientos en el gimnasio y en la calle, de controlar la alimentación y de dar la tabarra a amigos y conocidos, el domingo por fin nos atamos las zapatillas para recorrer los 42 kilómetros y 195 metros que nos separaban de la medalla de la maratón de Sevilla.
Sabía que iba a ser una carrera épica, pero no me imaginaba que tanto: una ciudad vestida de fiesta para recoger una medalla que ya intuía que me iba a costar sudor y lágrimas. Así fue nuestro paso por la maratón de Sevilla, y así se vive desde dentro.
La maratón de Sevilla era mi segunda maratón, después de haber corrido en Madrid hace dos años. Iba muy ilusionada, por un lado porque Sevilla me parece una ciudad espectacular y, por otro, porque no tiene ni una cuesta (una pequeña rampa solamente por la que se pasa dos veces) y esperaba sufrirla mucho menos que Madrid.
Iba bien preparada, habiendo cumplido en un muy buen porcentaje con los entrenamientos tanto de carrera como de fuerza, con los descansos y con el plan de alimentación, y eso se vio reflejado en la primera mitad de la maratón. Había tenido muy pocos dolores en las rodillas, que son mi punto débil, solo entrenando con cuestas, y la verdad es que no esperaba que dieran la lata. No, no fue así.
Salida y primeros kilómetros: de paseo por Triana
Llegamos a la salida dando un paseíto agradable desde nuestro alojamiento, en el barrio de Triana. La verdad es que el cambio de recorrido de este año, debido a los problemas en el estadio olímpico, personalmente me benefició ya que mi casa quedaba muy cerca.
Yo iba hecha un manojo de nervios: la noche anterior había dormido fatal, despertándome cada poco tiempo y con unas pesadillas absurdas, pero aparentemente tenía todo controlado. Sabía el ritmo al que quería ir, los puntos kilométricos donde me esperaría mi chico (una buena parte de la medalla es suya, después de tanto pateo para arriba y para abajo para llegar a todos los sitios), las horas a las que me tomaría los geles, qué avituallamientos usaría... Aparentemente, todo estaba bajo control.
A las 8:30 de la mañana en punto salimos del paseo de las Delicias camino al puente de la Barqueta, por donde cruzaríamos a la isla de la Cartuja y bajaríamos posteriormente por el barrio de Triana. Primeros kilómetros tranquilos, sin mucho público (un domingo a las 9:00 de la mañana, es esperable) pero muy amenos, con el frescor de las primeras horas del día.
Cruzamos de nuevo por el puente de los Remedios para volver a la zona centro de la ciudad, y ya estábamos en el kilómetro 12. Ahí ya me estaba esperando mi chico y paré porque parecía que el calcetín me molestaba un poco en el pie derecho: me quité la zapatilla y miré, pero el calcetín estaba perfectamente. En ese momento yo ya sabía que me iba a salir una ampolla que me daría la lata: solo quedaba rezar para que no molestara demasiado, y no lo hizo hasta el final de la carrera.
Del 15 al 29: comienza a apretar el calor, pero mantenemos el ritmo
Ya eran algo más de las 10:00 de la mañana y parecía que empezaba a apretar algo más el calor. La previsión era una máxima de 21 grados, así que yo estaba más que concienciada de que, por un lado, necesitaría usar todos los avituallamientos a partir del 30 (había avituallamientos, muy bien organizados, cada 2,5 kilómetros a partir del kilómetro 5) y, por otro, de que iba a sudar como no lo había hecho en ningún entrenamiento.
Pasé el 15, el 20 y el punto de la media maratón en bastante buen estado, gracias también a que la gente comenzaba a salir a la calle a animar a los corredores, incluso por las zonas más lejanas de la ciudad. Mucho chocamaning tanto con niños como con abuelos y mi playlist musical me fueron amenizando los kilómetros.
En el kilómetro 22 había vuelto a quedar con mi chico para verle y que me diera el primer gel de los dos que tenía pensado tomar: todo perfecto, me vio con buen aspecto a pesar del calor, así que seguí mi camino hacia adelante. Ya quedaba menos de la mitad e iba sorprendentemente bien.
Del 30 a meta: el momento de la épica (pero prácticamente rota)
El kilómetro 30 ha sido anteriormente mi punto de inflexión en la maratón: no porque me encuentre con el muro en ese lugar, porque muscularmente y a nivel de energía voy bien, sino porque las rodillas empiezan a quejarse y a decir que "¿qué es esto de correr tantos kilómetros sin parar?".
Me notaba cansada (normal, después de correr 30 kilómetros) y con las rodillas pidiendo la hora, pero en esos momentos te ves tan cerca de lograrlo que no se te pasa por la cabeza abandonar. Además, iba ya enfilada hacia la Plaza de España y los jardines de María Luisa, uno de los lugares más especiales de la carrera, alrededor del kilómetro 34.
En el 36 me esperaba, una vez más, mi chico, y al doblar una esquina y encontrármelo de frente me derrumbé. Me eché a llorar, cosa que no me había ocurrido en ninguna carrera anterior porque realmente las rodillas me estaban doliendo mucho (me habían echado Réflex ya dos veces y no me aguantaba nada), pero no quería quedarme allí. Mi chico estaba asustado porque nunca me había visto así y no sabía muy bien qué hacer: si decirme que parara, si caminar, si correr conmigo... Al final corrió conmigo unos metros hasta asegurarse de que estaba bien y podía seguir.
Agobiada, con calor y con ganas de terminar, atravesé la preciosa plaza junto a la catedral de Sevilla, un lugar de lujo para correr los últimos kilómetros de una maratón. Y en el kilómetro 40 esperaba mi amigo y speaker en esta carrera @contadordekm. En cuanto llegué a su altura me rompí de nuevo: otra vez las lágrimas, otra vez el "me duele muchísimo", más spray para las rodillas, abrazo enorme y seguimos para adelante. No podía quedarme en el 40.
Finalmente, y después de ver una última vez a mi chico en el 41 (sí, casi hizo más kilómetros que yo) crucé el arco de meta, que era el objetivo de esta maratón desde que en el kilómetro 30 comencé a notar las rodillas pidiendo clemencia. Mi reacción nada más cruzar y parar el reloj fue sentarme en el suelo y, de nuevo, echarme a llorar. La ansiedad, el agobio y el cansancio tuvieron que salir por algún sitio, y así fue.
Tras esto, claro, recogí mi medalla, que tanto sudor y tantas lágrimas me había costado en las últimas horas y nos fuimos a recuperar.
No quiero más historias épicas: quiero disfrutar corriendo
A todo el mundo le encanta una historia épica: el sufrimiento, el dolor y el sacrificio para conseguir eso que tanto ansiamos, ya sea una medalla de una maratón o cualquier otra cosa en otro deporte o en nuestro día a día.
Después de dos maratones bien entrenados y preparados y en los que he pinchado exactamente en el mismo sitio, puedo decir que yo ya no quiero más épica: yo quiero disfrutar entrenando y corriendo, sufriendo lo necesario para mejorar cada día. Pero desde luego no quiero volver a verme en la tesitura de tener que llorar en medio de una carrera y de querer terminar a pesar del dolor.
Si mi primera maratón fue un aviso, Sevilla ha terminado de confirmarme que mis rodillas son fantásticas en otros deportes o en otras distancias, pero que la maratón no es para ellas. Sin problemas. Medias maratones y carreras de 10 kilómetros, ¡allá vamos! No será por falta de carreras de otras distancias que no me vayan a pasar tanta factura como estas.
Aun así, puedo decir que disfruté muchísimo esos 30 primeros kilómetros de la carrera, que la organización fue de 10, que el nuevo recorrido (aun sin haber conocido el anterior) es precioso y que tanto los voluntarios como los espectadores fueron la guinda del pastel.
Y aprovecho para mandar un abrazo enorme a Inés y a su hermano, que entrenaron con nosotros y me los encontré en el kilómetro cinco (¿qué posibilidades había de que ocurriera eso? ¡tremenda ilusión!). Enhorabuena, chicos: ¡ya sois maratonianos!
La maratón de Sevilla es ideal para estrenaros o para hacer marca: no os la perdáis si tenéis oportunidad. Y, por lo que a mí respecta... ¿nos vemos en la media?
Imágenes | Fotógrafos oficiales de la Zurich Maratón Sevilla 2019, @ladyfitnessmad
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