Según los expertos la cena debe de suponer el 15-20% del total del aporte calórico diario. Estos datos no son caprichosos sino que se sustentan sobre una base científica y fisiológica que tienen su explicación.
Lo primero que tenemos que pensar es que la noche es la parte del día en la que menos gasto calórico tenemos, sólo dormimos y es la actividad menos intensa que podemos realizar. Si hemos comido mucho antes de acostarnos, durante la noche al no necesitar de energía los nutrientes se almacenan en los depósitos (grasos y de glucógeno).
Otra cuestión es la digestión, cuando dormimos hay una reducción de las funciones vitales para procurar el descanso, esto hace las digestiones más lentas y pesadas, que unido a la posición en decúbito facilitarán la aparición de ardor, reflujos y perturbación del sueño.
Lo ideal es cenar 2 o 3 horas antes de irnos a la cama, alimentos no muy pesados o calóricos y de fácil digestión. Esto nos hará conciliar mejor el sueño y evitar que con el día al día el cuerpo guarde por la noche aquello que sobra de la cena y no necesita.
Es lógico ante situaciones de cenas copiosas que por la mañana no se tenga ninguna gana de desayunar, la digestión de la cena ha sido tan pesada que el aparato digestivo se ve reticente a aceptar de nuevo alimentos.
Por eso hagamos caso al dicho popular: desayuna como un príncipe, come como un rey y cena como un pobre. Puestos a elegir, mejor cenar poco y desayunar mucho, porque el desayuno es vital para empezar el día con energía, en cambio después de la cena sólo nos espera el descanso.
¿Y tú de qué grupo eres, de cenas abundantes o de desayunos expléndidos? Hoy mismo es un buen día para empezar a cambiar costumbres.
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