La población, en general, es usuaria de terapeutas no universitarios. La prueba más clara de esta afirmación es que abundan este tipo de profesionales en todas las ciudades y pueblos y si pagan sus alquileres y se ganan la vida es que tienen clientes.
La aplicación más habitual que se suele buscar en estos profesionales es la solución a problemas de salud leves, como lesiones o problemas respiratorios crónicos. ¿A qué nos arriesgamos con estos recursos?
En primer lugar, toda categoría profesional que no esté legislada no está supervisada. Cuando se afirma que estos profesionales no son de fiar, la idea no es que carezcan de la cultura y la ciencia suficiente para ejercer técnicas terapéuticas con seguridad (que en algunos casos sí que la tendrán de manera autodidacta). Simplemente, su titulación no está homologada ni aceptada por ninguna entidad legalmente acreditada. Para ejercer un trabajo como diplomado sólo son válidos legalmente los títulos de formación profesional y los universitarios.
En segundo lugar, muchas de las técnicas que utilizan son alternativas, lo que quiere decir que son minoritarias y seguramente no validadas científicamente. Esto, en algunas ocasiones, es una cuestión de tiempo (por ejemplo la acupuntura o la homeopatía, que están entrando como disciplinas médicas rápidamente), pero en la práctica ofrece menos seguridad de eficiencia (quizá no sea malo, pero tampoco está claro que sea bueno).
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