"Tienes el colesterol alto, tienes que bajarlo". Esta conversación o alguna parecida es una constante en la vida de cualquiera, especialmente los hombres, una vez que llegan a cierta edad.
El colesterol es una sustancia de textura pastosa que se encuentra de forma natural en nuestro cuerpo y que es necesaria para que éste funcione con normalidad. Sin embargo, el exceso de colesterol se puede acumular en nuestras venas y arterias, dificultando la circulación sanguínea y provocando graves problemas de salud como hipertensión o infartos.
Por eso se considera como un indicador de la salud cardiovascular: con el colesterol alto, mayor riesgo de enfermedades, y por eso la recomendación (o la orden médica) es tan habitual. Y para hacerlo, se aplican dos estrategias distintas: por un lado, medicación, y por otro, reducir la cantidad de calorías ingeridas.
La asociación entre calorías, colesterol y enfermedades
Sin embargo, algunos científicos advierten de que quizá este enfoque no sea el más adecuado. En un artículo publicado en The Pharmaceutical Journal, un equipo multidisciplinar señala que puede que estemos enfocando al enemigo equivocado, y que no sea el colesterol y la cantidad de calorías que ingerimos lo que nos enferme, sino la resistencia a la insulina y la calidad o el origen de esas calorías.
Esta es su explicación. Las enfermedades crónicas son en la actualidad la principal causa de muerte en el mundo, por encima de la guerra, el tabaco o el sida, y las enfermedades cardíacas y la diabetes tipo 2, derivadas del llamado síndrome metabólico (hipertensión, resistencia a la insulina, altos niveles de triglicéridos en sangre entre otros), son entre ellas las más mortales. Este avance se relaciona normalmente con el aumento de la epidemia de obesidad en el mundo, asociada a un exceso global en el consumo de calorías.
Por qué la obesidad no es la (única) causa
Sin embargo, hay tres factores que cuestionan esta tesis. El primero, es que aunque la prevalencia de la obesidad y la diabetes son evidentes, no siempre van juntas: hay países donde hay población que es obesa pero no diabética (como Islandia, Mongolia o Micronesia) y otros donde abundan los diabéticos no obesos (ocurre en India, Pakistán o China).
El segundo es que, aunque es verdad que el 80% de la población obesa padece al menos una de las cuatro enfermedades asociadas al síndrome metabólico (hipertensión, dislipidemia, hígado graso o diabetes tipo 2), un 20% de los obesos mórbidos no padece ninguna y tiene una esperanza de vida normal. Por otro lado, el 40% de los adultos de peso normal también padece esas mismas enfermedades.
El tercero es que, observando la tendencia de la diabetes en un país como EEUU, se observa un aumento del 25% en su prevalencia tanto en obesos como en la población de peso normal.
Por tanto, y aunque claramente la obesidad es un indicador patológico, no se puede explicar la pandemia mundial de enfermedades metabólicas mirando solo a la obesidad y al desequilibrio en el consumo de calorías, porque la gente con un peso dentro de lo considerado saludable y normal también las padece.
¿Menos calorías o 'mejores' calorías?
El error, continúan los autores del artículo, es que en la actualidad, contar calorías es la principal preocupación y método de intervención cuando se piensa en la obesidad y las enfermedades relacionadas. La base de esta idea es que las calorías son todas iguales, vengan de donde vengan.
Y en vez de eso, hace falta mirar de dónde vienen esas calorías (por ejemplo, comida procesada en vez de alimentos frescos) y qué cambios metabólicos provienen de consumir cada una de ellas.
Y ponen un ejemplo: al centrarnos en contar calorías, discriminamos alimentos ricos en grasas pero favorecemos sustitutos del azúcar y almidones refinados, que son claramente perjudiciales, porque solo tenemos en cuenta sus calorías y sus efectos en cuanto al peso.
El verdadero culpable: la resistencia a la insulina
Considerar los niveles de lipoproteína de baja densidad (LDL o colesterol malo) como principal indicador del riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares y diabetes, y por tanto enfocarse en reducirlos a toda costa, ya sea con medicación o con dieta ser algo inconsistente o erróneo. Tampoco es efectivo utilizar el índice de masa corporal como referencia absoluta. En muchos casos los pacientes pierden peso rápidamente con una dieta autoimpuesta y lo recuperan igualmente rápido, empeorando su salud metabólica por el camino.
En vez de eso, los autores proponen examinar otros factores de riesgo que provocan esos cambios perjudiciales en la fisiología, y el principal de ellos, asociado sólidamente con las enfermedades cardiovasculares, la diabetes tipo 2 y la obesidad es la llamada resistencia a la insulina, un impedimentos biológico para responder a la acción de la insulina.
Varios estudios han demostrado que la resistencia a la insulina es el mejor índice para predecir enfermedades cardiovasculares y diabetes tipo 2, y que corregirla en adultos jóvenes suponía reducir el riesgo de padecer esas patologías.
Menos carbohidratos, más ácidos omega-3
Para corregir y prevenir esa resistencia no vale con reducir el número de calorías. También importa de dónde vengan.
Cada vez más evidencias sugieren que una dieta baja en carbohidratos y alta en grasas sirve para prevenir y tratar enfermedades cardiovasculares, diabetes tipo 2 y obesidad, pero la mayoría de las recomendaciones sanitarias siguen insistiendo en dietas bajas en grasas, lo que suele terminar suponiendo que sean altas en carbohidratos refinados (especialmente azúcares).
De hecho, esas recomendaciones suelen incluir la sustitución de grasas saturadas por insaturadas para reducir ese colesterol malo. En la práctica, eso se traduce en una recomendación de aceites vegetales y margarinas ricas en ácidos grasos poliinsaturados omega-6, sobre los ácidos grasos poliinsaturados omega-3 presentes en productos de origen animal.
"En las sociedades tradicionales, el ratio de consumo de ácidos grasos omega-6 respecto omega-3 era de 1:1. Esto era resultado de una alimentación rica en pescados, plantas, animales de pastoreo libre y huevos de gallinas alimentadas con plantas ricas en omega-3. Ahora, en los países industrializados el ratio está más cercano a 20:1", aseguran los investigadores, que añaden que "los beneficios de la dieta mediterránea se atribuyen en gran parte a su alto contenido en ácidos omega-3 y a los polifenoles presentes en los frutos secos, el aceite de oliva, las verduras, los huevos, los pescados y la carne de animales alimentados con pastos. Todos los carbohidratos que contiene van acompañados de sus respectivas fibras, reduciendo la carga glucémica, el hígado graso y la resistencia a la insulina".
Ejercicio físico, aunque sea poco
A la alimentación, es importante unir la actividad física en lo que debe ser un cambio de estilo de vida completo. Incluso una cantidad mínima de ejercicio puede reducir la resistencia a la insulina. Un artículo reciente señala que incluso un ligero paseo con regularidad, unos 30 minutos tres veces a la semana puede tener este efecto, y otro que solo 15 minutos diarios de actividad moderada a intensa puede alargar la esperanza de vida tres años.
La conclusión del artículo es que para muchos pacientes con alto riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares, la forma más eficaz y segura de reducir el riesgo de infartos y otros eventos graves es seguir una dieta rica en esas grasas saludables (ácidos grasos omega-3 y omega-6 de forma equilibrada) y con poca carga glucémica (carbohidratos sin su fibra), y realizar al menos un poco de ejercicio físico.
En vez de invertir miles de millones en I+D de nuevos medicamentos, quizá parte de ese dinero debería dedicarse a implementar políticas que animen a la población a hacer un cambio en su estilo de vida (igual que se hace con el tabaco y el alcohol) para revertir la resistencia a la insulina. La salud pública debería animar a consumir alimentos no procesados que protejan de las disfunciones que produce la comida procesada, en vez de seguir lanzando mensajes que se enfocan solo a las calorías, que culpan a las víctimas y empeoran estas pandemias. Así, y solo así, podremos atenuar la incidencia de las enfermedades cardiovasculares y otras enfermedades crónicas resultado del síndrome metabólico.
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