El queso nos ha hecho tener el aspecto que tenemos. Según un reciente artículo de la Universidad de California-Davis, cuando los seres humanos comenzaron a crear y trabajar en granjas, y con ello a disponer de productos lácteos más allá de un vaso de leche ocasional, sus cráneos cambiaron. Sus mandíbulas se acostumbraron a masticar alimentos más blandos (como decíamos, el queso) y eso dio una forma diferente a sus mandíbulas.
Pero el queso no es el único. Durante milenios, los alimentos que comemos y el sentido del gusto según el cual decidimos nuestra alimentación nos ha ayudado a sobrevivir, a prosperar y a nutrirnos adecuadamente y cada vez mejor hasta alcanzar el desarrollo que hoy presentamos como especie.
La comida a nuestro alcance determinó nuestros gustos
El sentido del gusto se estimula cuando los nutrientes u otros componentes químicos que introducimos en la boca activan células receptoras especializadas en nuestra cavidad oral. Nuestras habilidades para paladear alimentos han sido moldeadas durante siglos por los entornos en los que se movieron nuestros ancestros y por los nutrientes que tuvieron a mano.
Así, los primeros homínidos vivieron en los bosques tropicales donde se alimentaron sobre todo de hojas y frutas. De allí pasaron a las sabanas, donde pudieron expandir el rango de nutrientes a su alcance, así como los alimentos poco nutritivos y los peligrosos. Pero con ello, también aumentó la necesidad de discriminar entre unos y otros: una mala elección suponía no solo la posibilidad de ingerir algo tóxico, sino también un imperdonable malgasto de energía.
Nuestros gustos determinaron nuestras elecciones
Para esto, el sentido del gusto es esencial, ya que es una forma instintiva de determinar si un alimento es aceptable o inaceptable. Combinado con el tacto y el olor, el gusto crea los sabores, que nos permiten sabe si un alimento nos es familiar o totalmente nuevo.
Si es lo primero, podremos anticipar las consecuencias metabólicas de ingerirlo; si es lo segundo, estaremos preparados para determinar si nos produce una sensación buena o mala, no solo directamente por el sabor, sino también por las consecuencias metabólicas de ingerirlo.
Los sabores salados, dulces, amargos, ácidos y umami (el quinto sabor y el menos conocidos), transmiten información sobre los nutrientes que ingerimos.
En aquellos momentos de escasez de recursos, esto significaba la diferencia entre la supervivencia o la extinción y por eso, creen los científicos, es el sentido más resistente del cuerpo humano: el gusto sobrevive a la edad y las enfermedades mucho mejor que la vista o el oído, por ejemplo.
El gusto también influye en la digestión
En el caso de una especie omnívora, como el ser humano, con un mayor rango de opciones alimenticias a su alcance, la importancia de hacer una buena selección es aun mayor.
Por eso el sentido del gusto es especialmente importante para los humanos, cumpliendo dos funciones: la primera, influir en nuestro comportamiento alimenticio, tanto consciente como inconscientemente, para determinar qué comemos y qué no; la segunda, influir en nuestra fisiología y nuestro metabolismo ayudando a distinguir qué nutrientes ingerimos para preparar su digestión.
La primera función determina** qué comida entra en nuestro cuerpo**, y la segunda, cómo la procesamos una vez que está dentro. Combinadas moldean nuestros hábitos y preferencias alimenticias, que son las que nos mantienen a lo largo de nuestra vida y permiten a nuestra especie prosperar y reproducirse.
A por lo graso, lo dulce y lo salado
En un entorno en el que había que tomar decisiones nutricionales inteligentes, el gusto de nuestros antepasados premiaba los alimentos altos en grasas y azúcares por su alta densidad calórica que aportaban mucha energía con menos cantidades. También aquellas con sabor salado, que aportaban las sales minerales que no eran fáciles de conseguir de otra forma.
Las frutas seguían siendo un alimento a conseguir por sus niveles de azúcar. Las hierbas y otros vegetales eran una opción secundaria: más abundantes y proporcionalmente menos nutritivas, constituían más un premio de consolación que una elección preferente. Los sabores amargos o agríos, dependiendo del alimento, eran una señal de toxicidad y eran rechazados inmediatamente.
El gusto sigue siendo una ventaja (y para otros, un problema)
Lo que aquellos primitivos ancestros aprendieron guió las decisiones alimentarias de la humanidad durante milenios, y aun hoy es útil para muchas personas que viven en situación de inseguridad alimentaria, ya que les ayuda a identificar los nutrientes que necesitan entre los alimentos a su alcance.
Sin embargo, para los que vivimos con acceso constante a alimentos altamente calóricos y de sabor atractivo, nuestra preferencia por las comidas saladas, dulces y con grasas, resultado de esa evolución, nos está empujando a una epidemia de enfermedades relacionadas con la nutrición, como la obesidad y la diabetes.
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